Tenía un servidor de ustedes esta página mensual medio montada, segunda parte dedicada a una aproximación gramatical a las zafiedades del castellano, cuando un encumbrado personaje político va y dice en privado –o eso creía él- la palabra “coñazo”. “Coñazo”, repite, esta vez en público, una miembro del punto opuesto del semicírculo político para afearle su conducta. “Coñazo”, entona casi al unísono el corifeo periodístico para dar veraz información al ciudadano.
“Eso te lo preparas antes”, me contaba uno de los profesionales de la locución que, por deformación profesional, sienten horror a pronunciar estas cosas ante los micrófonos. “Te pones frente a un espejo y repites ‘coñazo, coñazo, coñazo’, hasta que no hay inflexión alguna ni atisbo de emoción en el rostro y al final dices ‘coñazo’ como quien dice ‘patata’”.
Al fin y al cabo, “coñazo” viene en el diccionario de la Academia, con el significado muy cualificado de “persona o cosa latosa, insoportable”1. Como también figuran en el mismo catálogo “putada”, “cabronada”, “cojonudo”, “descojonarse”, “escoñar”, “cachondeo” y otros muchos vocablos que, tras las etiquetas “vulgarismo”, “malsonante” o “coloquial”2, comparten una característica diferencial.
Y es que los términos antedichos no son en ningún caso interjecciones bramadas en un momento de obcecación ni obscenidades de referencia sexual implícita. Ni siquiera son muletillas emotivas o expletivas. Son palabras “normales”, adjetivos, sustantivos y verbos con significado propio y específico, desligados ya de su innoble etimología.
Así, “estar acojonado” refiere a una situación anímica con matices que no son necesariamente idénticos a “tener miedo” o “estar angustiado”. Como tampoco nos extraña que una fémina manifieste con naturalidad que “está acojonada”, mostrando sin género de dudas que la expresión se ha desmarcado claramente de la genitalidad del sujeto, estableciéndose como variante léxica independiente.
Constituyen, por tanto, una vuelta más de espiral del lenguaje procaz, alejándose de la fuerte emotividad y gratuidad lingüística que implica la palabrota en sí, atenuación de grado que les permite instalarse al menos en el entorno de la conversación privada en grado de confianza pero sin limitación por el nivel socioeducativo de los intervinientes.
La voz “cachondeo” es buen ejemplo de esta evolución desde el habla indecorosa a ser aceptada en lo cotidiano, pues si hace poco más de un siglo designaba inequívocamente la calentura sexual (del latín catulus, cachorro, por el celo de la perra), hoy aparece comúnmente como un “inocente” sinónimo de guasa y jolgorio y ya es extenso su uso para designar un estado de irresponsabilidad: esto es un cachondeo.
Pero no seamos inocentes. El lenguaje no mueve a la sociedad, sino al revés. Me debo reafirmar en que el idioma no es más que el reflejo del pensamiento hecho palabra, tanto en lo individual como en lo colectivo.
Y a esta tolerancia a un lenguaje ligeramente irrespetuoso no es ajena la laxitud de las normas sociales del nuevo milenio ni la idiosincrasia de los hispanohablantes, con una cierta tendencia a la desmesura oral, que hemos concedido a esas expresiones una nueva posición semántica que nos permiten indicar un grado superlativo extremo que, tal parece, no fuera posible realizar en el lenguaje formal.
Ya hace años me contaban un chascarrillo que caricaturizaba a un gramático foráneo que estudiara el castellano sin mejor referencia que sus hablantes en la calle, y cuyas conclusiones serían las siguientes:
En el idioma español no existe el modo superlativo regular, sino que se construye con locuciones que expresan el grado máximo del calificativo:
- Bueno, muy bueno, de puta madre
- Rápido, muy rápido, cagando leches
- Valiente, muy valiente, con dos cojones
- Lejos, muy lejos, a tomar por culo
Pero, mofas aparte, de alguna forma me tengo que solidarizar con ese supuesto filólogo, ya que observo que el sufijo “-ísimo” (que heredamos del latín) viene cayendo en una cierta obsolescencia y parece propia de un lenguaje afectado e inverosímil, evitándose su reiteración. Ciertamente, hablar con profusión de “rapidísimo”, “valentísimo” o “lejísimos” queda incomodísimo, fastidiosísimo, insoportabilísimo, es decir, un coñazo.
1 Coñazo es aumentativo de coña, que, a mediados del siglo XX, se registra como cosa molesta además de burla o guasa. Al final quedó, por cosas del idioma, el aumentativo como única fórmula para indicar fastidio. En cualquier caso no es aumentativo de coño como erróneamente creen algunos.
2 La RAE abandona en su próxima edición del diccionario la etiqueta “vulgarismo”, sustituyéndola en la mayor parte de los casos por “coloquial”, en lo que supongo una aceptación implícita de que estos vocablos forman parte de un idioma todoterreno y que su uso depende más del protocolo aceptado entre los hablantes que del nivel cultural de éstos.
http://librodenotas.com/romanpaladino/14796/conazo-palabrotas-ii
Miguel A. Román 28 de octubre de 2008
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